15 marzo 2012

El perro sin fin

Una sola vez en mi vida recogí una mierda de perro del suelo.




Era de Duke. En el enero de hace mil años, bajo cero, en la nieve. En el corazón de Harlem, la profesora con botas y yo acompañábamos a Duke y a Princess, sus/nuestros leones.
Ayer me dijo Julio que Duke, el perro blanco, el perro canela, el perro sin fin, se tumbó a dormir y no despertó más.
Fue un tragaldabas sin lírica, un muelle peludo que hacía prodigios con su anatomía por una brizna de comida y que, transcurridos cien días, venía a buscar mi mano con su pescuezo.
Atlas de bultos, panorámica con orejas, cilindro sobre patas, aljibe sin presa papelera que lo contuviera; nombre de duque, modos de plebeyo, sonrisa impasible e imposible.
Duke, jodido Duke, quiero pensar que mientras Amba vigila nuestros pasos, tú olfateas la senda que lleva hasta el morral de la supervivencia, hasta el camino que entre la nieve promete un futuro con más perros y con más gatos.
Dichosos tiempos éstos que en los que peno, también, por un perro y por un gato.