16 noviembre 2006

Ride the High Country (1.962)


Segunda película de Sam Peckinpah y primera incursión en el western. Para nota. Y alta. Altísima. Una película maravillosa sobre el paso de tiempo, la dignidad, el respeto por uno mismo y también acerca del significado de la amistad y de la transmisión de valores a los jóvenes. Hay tiempo también para darle estopa al fundamentalismo religioso, que se presenta como refugio de perdedores amargados, aquellos que cegados por el rencor hacia la vida que les resultó injusta, se apartan de la luz que vive a su lado. Y probablemente también la violentan.
Dos personajes otoñales interpretados por Steve Judd/Joel McCrea y Gil Westrum/Randolph Scott, con un pasado que conoció más gloria y diversión, se encargan, con la ayuda del aprendiz Longtree/Ron Starr y la enamoradiza Elsa/Mariette Hartley, de transportar un cargamento de oro desde las minas situadas en la Alta Sierra hasta el banco regional. Judd esconde los gastados puños de su camisa afrontando con aplomo su presbicia, mientras Westrum busca una última oportunidad que lo retire de la barraca de feria en la que se gana unos centavos al día.
La sociedad creada alrededor del oro extraído en las minas es brutal, ha perdido todas las referencias, y allí aterrizan nuestros personajes para poner sus principios sobre la mesa. Es el comienzo de la tragedia. El relato, hasta ese momento pausado, amable, con golpes de humor, se precipita hacia uno de los finales más líricos, hermosos y tristes que el cine haya podido regalarnos. Un final trenzado con las miradas de Westrum y Judd, con el brillo del atardecer, con sus sienes canosas.
Con la valentía de quienes saludan a la muerte en vez de enfrentarse con ella.

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