04 abril 2006

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La abuela María Flor, que me enseñó a leer, cumple hoy ochenta y ocho años. Todos dedicados a querernos y atendernos. Un viaje desde Villar de Cienfuegos, en Quirós, hasta las Moreras, pasando por Pola de Lena, Cádiz, Navarra, Salamanca, Madrid y León. Esposa para el capitán Blanco, que murió coronel, hija para sus padres, hermana para sus hermanos, madre para sus hijas, suegra para sus yernos, tía para todos los sobrinos (unas veces tía y otras tita For), prima para sus primos, abuela para sus nietos y ahora bisabuela para los bisnietos.
Leo gracias a ella desde los tres años, con la cartilla Palau y los letreros luminosos de las tiendas de Madrid, que íbamos leyendo en el recorrido desde Fósforo-8 hasta la casa del hombre de Peral. Eran tiempos en los que pintaba la terraza mojando el pincel en agua.
Recuerdo aquel bolso que llevaba encajado entre su asiento y la puerta del Simca (y después del Ritmo) del que salían empanadas, frascos de colonia, peines y ajuares varios. Nos ha pavimentado la vida con un empedrado de torrijas, empanadas de hojaldre, casadielles y borrachinos y hemos viajado en un río de potes, fabadas, merluzas en salsa verde, panachés de verduras y hasta guisos de conejo con chocolate. Ahora el heredero come tartita de la bisabuela, reconstrucción en soja del mítico brazo de gitano, a veces pierna, que coronó durante años los festejos familiares.
Celebramos felices estos días y los que vendrán. Ahora que su figura se afina, sus ojos siguen chispeando como nunca, sin perdernos de vista jamás, pendiente de la vela que ha de protegernos.
- Tienes que rezar antes de los exámenes.
- Lo mío es estudiar, abuela.
- De acuerdo.
- Vale, yo estudio y tú rezas.
Muchas felicidades, güeli.