01 diciembre 2005

Uno de diciembre de mil novecientos noventa y cinco

Ese día el capitán Blanco murió coronel. Un viernes por la tarde, para molestar lo menos posible, como toda su vida.

Lo enterramos el domingo, en su obra maestra, en granito gris marengo, mirando al mediodía, cerca de casa.

Está en mi recuerdo todos los días, los tajos que dejó en mi memoria están rellenos de su hombría, de su presencia, de sus frases, de sus gestos. Una impronta marcada con el fuego del cariño y del respeto que nos teníamos, trenzada con su peculiar manera de afrontar un mundo que era mucho peor que él, y que lo aturdía por la falta de sinceridad, honestidad y educación, manifestada por sus contemporáneos a cada paso.

A pesar de todo, su capacidad de análisis y de clasificación lo mantenía a salvo, protegido en su trinchera de programas de radio, Farias y cafés con leche a la temperatura de evaporación del hierro.

Unos ejemplos sobre su visión del mundo.

Primero.

(él) El mundo se divide en dos categorías.
(yo) ¿Sólo en dos?
(él) Sí.
(yo) A saber.
(él) Caballeros y truhanes.

Segundo.

(él) En el trabajo hay cuatro tipos de personas.
(yo) Tomo nota.
(él) Al primero pertenecen los que hacen las cosas bien sin que haya que explicarles cómo. Son los maestros.
(yo) Mmm.
(él) En el segundo están los que lo hacen bien cuando se lo explicas. Sólo necesitan una única vez. Son los competentes.
(yo) Sigue.
(él) Hay un grupo de individuos a los que hay que instruir varias veces para que hagan las cosas bien, son los molestos.
(yo) ¿Y por último?
(él) Son los que no hacen las cosas bien ni a la de tres.
(yo) ¿y cómo se llaman esos, abuelo?
(él) Esos son los despreciables.

Destrozo este blog a brochazos de melancolía, pero la terapia me lo exige, y también mis deudas con los que me preceden y los que me siguen.